El apellido de Oliverio gira en la ciudad como un torbellino,
desparrama las poesías que se escurrían por los retretes
hacia la cloacas,
pero Oliverio las junta como quien mete basura en un camión.
Oliverio ha derribado las columnas de la casa que lo cubría,
esa casa de paredes apelmazadas de palabras como engrudo.
Oliverio sigue girando en la ciudad y nadie lo advierte,
pero a su paso va mezclando
las casas con las calles,
las estrellas con las palanganas,
las mesas y los alumbrados,
los faroles y las damajuanas,
y a ese cóctel urbano agrega el único pretexto de no escribir sino
en vano y para la eternidad.
Gira y gira el apellido arremolinado,
se enrosca en los postes,
las alfombras,
los tejados,
las iglesias,
los quioscos que no dejan ver las golosinas.
Se arrolla a un árbol de marfil tallado a mano alzada y revela el desperfecto de que ha perdido su aroma africano a elefante.
Y así, Oliverio no cesa de girar.
Se ha vuelto un adicto a los tornados
porque, como poeta, descubrió
que aún al más amigable, que venga por detrás a darte una palmada de viento,
se le escapa un rayo.
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