lunes, 24 de noviembre de 2008

El malhablado

Soy el malhablado,

o sea, al que mal-le-hablan.

Las palabras se embrutecen y me las arrojan a la cara

como ladrillazos.

Tengo un adjetivo incrustado en la nariz,

hay verbos que pululan en mis ojos

y compiten por ser futuros perfectos;

un sustantivo insolente me taladra el oído medio

y se agarra a trompadas con el ramillete de artículos

que no lo quieren modificar ni indirectamente;

una jauría de circunstanciales de lugar

ya marcó territorio en mis mejillas

y en el circo de mi boca, de labio a labio,

tensaron un renglón por donde pasan

preposiciones equilibristas.

En esta situación, apabullado de categorías,

camino por el pasillo que tiene aroma a café cortado

con leche cortada

con tostadas cortadas

con cuchillo sin filo que se posa sobre la mesa

con la languidez del azúcar en el café.

Y so ningún pretexto me hallo otra vez peleando con palabras,

les invito amablemente un café

y se zambullen y salen, empapando mi ropa.

Pero ahora —lo sé— vienen por mí,

me lo dice la gangrena que me causan al entrar en mi garganta.

Y sin permitirme siquiera hacer gárgaras,

o acomodarme la glotis con una suave tos,

me ordenan:

“¡Vamos, habla!”,

y yo, sumiso poeta, obedezco

y digo estas cosas…

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