Soy el malhablado,
o sea, al que mal-le-hablan.
Las palabras se embrutecen y me las arrojan a la cara
como ladrillazos.
Tengo un adjetivo incrustado en la nariz,
hay verbos que pululan en mis ojos
y compiten por ser futuros perfectos;
un sustantivo insolente me taladra el oído medio
y se agarra a trompadas con el ramillete de artículos
que no lo quieren modificar ni indirectamente;
una jauría de circunstanciales de lugar
ya marcó territorio en mis mejillas
y en el circo de mi boca, de labio a labio,
tensaron un renglón por donde pasan
preposiciones equilibristas.
En esta situación, apabullado de categorías,
camino por el pasillo que tiene aroma a café cortado
con leche cortada
con tostadas cortadas
con cuchillo sin filo que se posa sobre la mesa
con la languidez del azúcar en el café.
Y so ningún pretexto me hallo otra vez peleando con palabras,
les invito amablemente un café
y se zambullen y salen, empapando mi ropa.
Pero ahora —lo sé— vienen por mí,
me lo dice la gangrena que me causan al entrar en mi garganta.
Y sin permitirme siquiera hacer gárgaras,
o acomodarme la glotis con una suave tos,
me ordenan:
“¡Vamos, habla!”,
y yo, sumiso poeta, obedezco
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